martes, diciembre 16, 2008

SUEÑOS DE PRIMAVERA (CAPITULO SEIS)

…Cuanto tiempo para darme oído, intercambio el precio literario de saber que uno abraza el escondido devenir de los extremos del infinito. Loco el poema de la nostalgia, que sube con la puesta de la luna y reposa en mis noches hecha sonrisa de carbón…


Nos encontramos de pronto, mirando nuestros tragos en el bar del lugar. Una mesa gritaba los comentarios de borrachos terminales, que despedían sus costumbres sorbo a sorbo. Una delicada sonrisa del cantinero que dejaba reposar su mirada perdida sobre el puño de sus manos.
“Así que lo han mandado seguirme”, dijo Figuer.
Eso creo, respondí. La vedad que a esa altura mi confusión era tal, que ya ni siquiera sabía el porque de estar sentado con ese hombre, al cual solo conocía por sus movimientos, lentos, seguros, y de casi sutil predicción. Un hombre de vestir opaco, con ropas sueltas, formal. De contextura, digamos normales, metro ochenta de estatura, manos delgadas, arrugadas por el uso. Mas porque el alma utilizó varios cuerpos, para ser este Villegas que miraba mi silencio. Donde encontraba una sonrisa, su seriedad acometía con un trago de ginebra tibia.
Entró un hombre de contextura robusta, un ligero jopo desprolijo, vestido con musculosa verde y jean negro. Usaba lentes de sol, aunque la tarde iluminara poco. Lo saludo a Figuer con un gesto de confianza y al son de las palabras: "y Figuer, todavía no se decide?."
"No, usted sabe que yo estoy para eso", respondió. Luego me contaría que este sujeto se dedicaba a engañar ancianos consiguiendo de estos documentos firmados para luego apoderarse de sus bienes. A Figuer le había propuesto ser quien ejecutara judicialmente algunos documentos, para apoderarse de las tierras de una solterona mayor, que la vida solo la había provistos de unos sobrinos interesados, que no esperaban más que su muerte para cobrar la herencia.
Figuer sacó un libro de un bolso de cuero. Lo abrió en una página determinada y leyó: “Yo odio a los que se ocupan de espiar a los demás y piensan que son muy listos. Odio a los que piensan que son valientes cuando son meramente revoltosos. Y odio a los individuos astutos que simulan ser honrados caballeros”.
-Confucio, me dijo. Casi trescientos antes de Cristo, siguió.
Tomó un trago largo de su copa y siguió el comentario: - Me gusta mucho leer. Llevo siempre un libro en mi bolso, sabe? En los libros se encuentran verdades eternas. Usted lee?, preguntó. - No mucho, le respondí. No tengo mucho tiempo para ello.
Tiene que empezar a hacerlo. Sobre todo lea a esos autores que atraviesan las fronteras del alma, para descubrirnos en letras el infinito mismo, y dejarnos en el entendimiento las más complejas dudas. Me gustaría ser escritor, pero no tengo pasta para ello. Me conformo con leer lo que puedo, para que la mente no caiga tan solo en recuerdos nutridos por nuestros sentidos, y repasarlos desordenadamente luego en sueños. A parte no tengo buena ortografía y carezco de fundamentos. Tal vez más de viejo pueda que tire algo para el recuerdo.
Una virtud en Figuer comenzó a relucir en sus discursos. Las palabras, el tono de voz, y la pausa justa inclinaban hacia cierto respeto. Su compañía comenzaba a agradarme. Tenía seguridad que llegar a él correspondía a un quiebre en mis andares, desde luego para bien, sobretodo para salir de tanta cordura que agobiaba en mi proceso. Un camino desconocido dejaba libre el momento y una tenue luz latía en el fondo de su horizonte.

JUAN MALDONADO

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